La calle de una ciudad, la celda de una monja y la recámara de un caballero constituían espacios enmarcados dentro de la vida cotidiana en Hispanoamérica. También lo eran la iglesia, la casa indígena y el mercado. Hoy en día estos lugares y los artefactos que la gente creó para los mismos nos sugieren como la cultura visual de Hispanoamérica fue moldeada por lo mundano, lo regular, e incluso por los ritmos espontáneos de la vida cotidiana.

La gente que vivía en Hispanoamérica, al igual que la de España, creía que las ciudades constituían el centro de la vida civilizada, y fue en las ciudades donde se dio forma, por primera vez, a la característica cultura visual hispanoamericana. La ciudad hispanoamericana, por ejemplo, debía estar organizada en cuadras –lo cual apunta a la adhesión al ideal renacentista de planificación urbana. Este espacio físico fue a su vez modificado por los ideales sociales y políticos. Los españoles dividieron idealmente sus colonias en “repúblicas” separadas, constituidas por gentes diferentes y cada una con diferentes papeles y responsabilidades. En el ideal de ciudad se les tenía que segregar cuidadosamente (pese a que, en la práctica, la segregación estricta raramente ocurría). La casa señorial, el convento y el monasterio se convirtieron en mundos diferenciados por su arquitectura, lo que los distinguía del bullicio del mercado y de los ruidos de la calle. Estos espacios interiores, a su vez, modelaban a los habitantes y daban forma a la práctica de la vida cotidiana.

A menudo estos espacios separados eran erigidos por y para las mujeres, como resultado de una cultura que valoraba la castidad, la domesticidad y la espiritualidad de las mujeres y que las mantenía alejadas de los valores y las prácticas del ámbito público masculino. Por ejemplo, un convento de clausura se veía como un mundo femenino, protegido de intrusiones mundanas por muros dignos de una fortaleza. La casa señorial también creaba unas claras distinciones entre el hogar y el mundo. Por ejemplo, en la mansión del Conde de Xala, del siglo XVIII, en la Ciudad de México, la planta baja resonaba con el paso de los caballos y los carruajes mientras se hacían negocios, mientras que la planta superior estaba reservada para la familia y los amigos. Aunque sea difícil de imaginar hoy en día, las mujeres de la familia Xala pasaban la mayoría de su tiempo, algunas incluso su vida, en la planta superior.

Los modelos femeninos se proyectaban y eran reflejados en la cultura visual. En los retratos de las mujeres de la elite, se las muestra como esposas de hombres poderosos, hijas de familias ricas con frecuencia listas para desposarse, o novias de Cristo. A pesar de que este retrato de una moza indígena de dieciséis años nos la muestra sosteniendo una flor y un abanico, otros retratos también enfatizan y promueven la religiosidad femenina. Esto se puede ver incluso en los retratos seculares en los que aparecen con un rosario, como si el artista las hubiera interrumpido mientras rezaban.

Sin embargo, la religiosidad no era un
terreno exclusivo de las mujeres, ya que casi todo el mundo participaba en mayor o menor grado en la vida religiosa. Los hombres, como obispos, monjes y miembros de cofradías, eran los líderes de la religión organizada. El ritmo diario, tanto en los centros metropolitanos como en las comunidades indígenas, era marcado por la Iglesia católica, donde la vívida erupción de fiestas y celebraciones patronales marcaba el calendario semanal encabezado por el domingo.

Así como los edificios y los objetos nos muestran los contornos de unas ideologías poderosas, la alborotada práctica del vivir también deja sus huellas en los objetos y los lugares cotidianos. Algunos mapas de ciudades de Hispanoamérica nos muestran los planos de las cuadras y los vecindarios segregados, pero sabemos que en dichos vecindarios los españoles, los mestizos y los indígenas vivían juntos. Los conventos, los monasterios y las casas señoriales ofrecían amplios habitáculos para sus residentes adinerados, mientras que la servidumbre ocupaba celdas minúsculas o chozas montadas en los tejados. A pesar de sus fachadas imponentes, eran sitios abiertos al mundo.

Los ideales sobre los papeles sociales, juntamente con las prácticas cotidianas, daban forma a la cultura visual, como lo hicieron también los materiales disponibles. Esta sección de Vistas también incluye los objetos que son propios de Hispanoamérica, a menudo debido a los productos y los materiales disponibles. Por ejemplo, los gloriosos tapices hechos en Perú, como este mantel para una mesa o una cama, tejidos con algodón autóctono y con la lana de llamas y vicuñas. El color rojo cereza de este mantel procede de un tinte hecho con los cuerpos machacados de insectos, una técnica en uso desde tiempos precolombinos. O una tetera de plata llamada pava que fue diseñada para hacer el té a partir de hojas de mate, una bebida popular entonces y ahora. La plata casi pura y pesada que se utiliza en éste y otros objetos procedía de las ricas minas del norte de México y de Bolivia.

La clase social también fue un factor relevante en la creación de la cultura visual y en nuestro subsiguiente análisis. Las elites eran los grupos con más posibilidades de documentar sus vidas y sus posesiones a través de contratos legales, testamentos, diarios, descripciones de viajes y biografías espirituales. Los objetos de esta clase, por el hecho de haber sido construidos a base de materiales más duraderos y de tener una cierta preciosidad, son los que se han legado y conservado de generación en generación. Al reflejar una mayor supervivencia de los documentos, objetos y arquitectura de la elite, Vistas, por eliminación, nos ilustra mejor las vidas y los espacios de dicha elite. Estos objetos de la elite que han llegado a nuestros días muestran la poderosa influencia de la cultura visual española y europea. El estilo y la función, en particular, nos sugieren lo mucho que las elites en Hispanoamérica emulaban y admiraban la cultura visual de España. Su campaña de importar cosas e ideas europeas al Nuevo Mundo fue ayudada por la presencia de los grandes núcleos urbanos. Las nuevas ideas se difundieron con más celeridad en esas grandes concentraciones de gente, y después lo hicieron hacia afuera, a las ciudades y comunidades más provincianas.

A través de los años, la cultura visual hispanoamericana, que en un principio tenía los matices del comercio transatlántico, adquirió matices del comercio transpacífico. Los galeones cargados de plata del Nuevo Mundo volvían de Asia cargados de seda china y de porcelana azul y blanca. Ya en el siglo XVIII se encuentran en las casas de la elite muebles de influencia española con incrustaciones de hueso junto a muebles laqueados y cerámicas de inspiración asiática, todos ellos hechos por artistas y artesanos locales. La cultura visual de esta elite urbana era tan atractiva que incluso en lugares remotos se recogieron sus pulsos, cual señales de radio, mientras los productos e ideas se transmitían a través de las rutas del comercio interno. A lo largo del camino Chihuahua en Nuevo México, los residentes ricos de Santa Fe se vestían con brocados europeos y comían en cerámica de Puebla, al igual que hacían sus homólogos en la Ciudad de México, a miles de millas de distancia.

El hecho de que entre los objetos que han llegado a nuestros días predominen los pertenecientes a la elite nos puede dar la idea equivocada de que la cultura visual urbana y de la elite representa toda la cultura visual. No es éste el caso. En las áreas rurales, los pueblos están lejos de la red de urbes y los pulsos del comercio internacional. Es aquí donde se sienten más los particulares del área geográfica, de los materiales disponibles y de la herencia de las tradiciones indígenas. En un principio puede resultarnos fácil confundir una tetera de Lima con una de la Ciudad de México, pero sería imposible que confundiéramos la ropa de una mujer indígena de Cuzco en Perú con la ropa de una mujer indígena de Antigua en Guatemala.

En las zonas rurales y en los pueblos pequeños, los mercados regionales que ofrecían productos naturales y artesanales permitieron el desarrollo y la expresión del gusto local. Esta bolsa tejida, hecha en un pueblo andino, nos sugiere que las opciones estéticas no estaban limitadas a las zonas urbanas. Nunca se podrá saber si la bolsa fue hecha para ser vendida o si fue un regalo a un hombre o a una mujer. Los mercados regionales, en los Andes y en otros lugares, han existido desde hace mucho. Muchos de ellos fueron creados antes de la llegada de los europeos. De hecho, muchos de ellos aún sobreviven hoy en día. Mientras que la apariencia física de los mercados coloniales es difícil de divisar, ocasionalmente un documento superviviente nos ofrece una imagen del espectáculo mercantil y sugiere la cultura visual de las vidas comunes. Con respecto a la variedad de los estilos locales que en el pasado fluyó de estos mercados, quizás la mejor pista yace en la gama de arte popular contemporáneo de Latinoamérica y en sus tradiciones artesanales, que son de las más ricas del mundo.


 
 


Página Principal
| Informaciones | Temas | Galería | Glosario | Enlaces | Bibliografía | Cultura visual | Contacto

 
 
Copyright 2005, Dana Leibsohn and Barbara Mundy
Please credit as: Leibsohn, Dana, and Barbara Mundy, Vistas: Visual Culture in Spanish America, 1520-1820.
https://www.smith.edu/vistas, 2005.