La gente de Hispanoamérica vivía en un mundo permeado por lo sagrado. La mayoría creía que el mundo perceptible estaba animado por fuerzas omniscientes o seres más poderosos que los vivientes, ya fuesen Dios, Jesús y los santos, los antepasados o las deidades indígenas a las que los católicos se referían despectivamente como “ídolos”. En esta sección de Vistas se exploran las diversas maneras en que los individuos en la Nueva España y el Perú desarrollaron culturas visuales para señalar los lugares en que la interacción con el otro mundo tenía lugar. También explora los modos en que la gente daba voz a través de objetos, imágenes y rituales a sus interacciones, poderosas y vitales, con lo divino.

Sin duda alguna, a partir del siglo XVI el catolicismo dominó la cultura visual de Hispanoamérica dedicada al otro mundo. Los santos y los ángeles, la Virgen María y Jesús eran plasmados, una y otra vez, en miles de manifestaciones. Quienes hacían las imágenes podían ser tanto artistas de gran acogida cumpliendo una gran comisión pública, como individuos que buscaban un foco material para su devoción personal. Trabajaron con muchos materiales, con pintura en lienzos y paredes, con tintas en papel, con yeso y madera, con semilla de tagua o con fibras de maguey. Los materiales más preciosos adornaban las figuras destinadas a mecenas y a lugares augustos: las casas de la elite, los conventos o las catedrales. Pero pese a todo, ni el costo de los materiales ni la destreza artesanal determinaban la efectividad espiritual de la imagen. Una imagen de madera humildemente esculpida de la Virgen María podía ser tan venerada como otra con ropajes bordados con perlas.

Observar las expresiones visuales del otro mundo nos da una visión, muy cuidadosamente enfocada, sobre el relieve más amplio de las creencias religiosas. Por cada pintura de la Virgen María o por cada estatua de un santo, habían miles y miles de rituales a través de los cuales la gente establecía conexiones con el otro mundo. Estos han dejado pocas huellas en el legado visual o histórico. Las monjas rezaban en silencio tras las paredes de los conventos, la gente recitaba el rosario antes de irse a dormir y los campesinos descalzos encendían velas ante las imágenes de santos que tenían pegadas en las paredes. El otro mundo estaba evocado también por los poemas leídos de un libro, en los sermones dados en la iglesia o en las canciones escuchadas en la plaza. El mundo escrito y oral constituía el acompañamiento al mundo visual que aquí se vislumbra.

El catolicismo era una religión impuesta, a menudo de manera violenta, en América. Mucho antes de la conquista, las sociedades prehispánicas ya tenían sus religiones y rituales altamente desarrollados. En el siglo XVI, los primeros evangelizadores, los hombres del clero, llegaron con los hombres de espada y destruyeron miles, si no decenas de miles, de templos y santuarios indígenas y de libros y escrituras sagradas. Los conquistadores europeos degradaron a las deidades nativas, dándoles el apelativo de “ídolos” y suprimiendo su expresión visual. Los frailes mendicantes a los que se les encargó la evangelización de los nativos se dieron cuenta rápidamente de que un sistema de creencias no podía ser sustituido por otro meramente con el uso de la fuerza; por eso concentraron sus energías en la educación y la indoctrinación de los jóvenes, mandaron construir iglesias y reorganizaron las celebraciones públicas para que coincidieran con el calendario eclesiástico.

En el siglo XVII, el catolicismo ya se había apoderado de las comunidades indígenas. Pese a eso, no sorprende el hecho de que la ortodoxia de la Iglesia fuera, y todavía es, perennemente modificada por las prácticas locales en las Américas (al igual que lo había sido en Europa) y modelada por las creencias nativas que perduraban. De hecho, uno de los investigadores de la religión andina, Kenneth Mills, nos habla de las “muchas caras de la Cristiandad” para enfatizar las proporciones y la variada complexión de las prácticas cristianas que se desarrollaron en Hispanoamérica.

Como católicos, los nativos contribuyeron mucho a la definición de la naturaleza de los seres del otro mundo y los lugares de interacción con los mismos. En la Nueva España, la Virgen de Guadalupe dejó su imagen el manto de un hombre pobre nahua. Los esclavos africanos también participaron en el moldeo del catolicismo. En el Caribe y en Brasil, los orishas africanos se mezclaban con los santos. En muchos casos, el clero europeo o criollo animaba la producción teatral, el baile y las procesiones, permitiendo que la práctica local se solapase con el acto católico para de este modo reforzar la fe católica. En otros casos aceptaron las prácticas indígenas con una tolerancia cautelosa. En los Andes los jesuitas a veces permitían que los khipus, unos instrumentos hechos de cuerdas anudadas que servían de recordatorio, fueran utilizados como rosarios. En Nuevo México, se construían kivas dentro del recinto de algunos monasterios. En el monasterio de Pecos, por ejemplo, las ruinas de las paredes del convento rodean una kiva circular subterránea. En fotografías modernas como ésta, que nos muestra el techo reconstruido y la escalera de acceso de una kiva, se revela el íntimo lazo que unía las formas arquitectónicas cristianas y de los Pueblo.

A pesar de todo su poder, la Iglesia no pudo borrar las historias de los nativos, que muchas veces contenían los momentos de contacto con los otros mundos no cristianos o precristianos, en particular a través de sus antepasados y héroes del pasado, a quienes consideraban fuerzas activas en su mundo contemporáneo. Este manuscrito nahua llamado la Historia Tolteca Chichimeca, pintado en la ciudad de Cuauhtinchan a mediados del siglo XVI, constituye un ejemplo. La escena describe y dibuja la cueva de Colhuacatepec, un punto de origen primordial del que emergieron los fundadores de la ciudad de Cuauhtinchan; un Génesis nahua, no cristiano.

La historia estaba entrelazada con las vidas de los muertos, y precisamente éstos eran, a menudo, los que conducían a lugares y conocimientos del otro mundo. Así pues, muchos indígenas veneraban los restos funerarios de sus antepasados, particularmente a los patriarcas de las comunidades o a los fundadores de linajes. En el Caribe los zemis estaban asociados con los líderes muertos y algunos, como el que aquí se muestra, podían haber contenido las cenizas de sus cuerpos. En los Andes, las momias de los reyes, de las reinas y también de los líderes locales inkas eran consideradas un tipo de w’aka, o entidad sagrada. Estas momias, vestidas con mucho detalle, tuvieron una importancia muy grande en la cultura visual de los tiempos prehispánicos, cuando eran mostradas en público, alimentadas y honradas como mediadoras entre este mundo y el próximo. A pesar de esto los conquistadores y los curas prohibieron muchas de las expresiones visuales relacionadas con los antepasados, incluyendo los zemis y las momias.

Esta visión indígena de los muertos y de su conexión con el otro
mundo contrastaba con la del catolicismo ortodoxo en el Virreinato.
Esta diferencia es evidente en los retratos de muertos que se hicieron
en Hispanoamérica. El propósito de estos retratos parece haber sido
conmemorar las vidas bien vividas e inspirar a los miembros de la
comunidad de los vivientes. Ni los retratos ni las almas de la gente
que se representaba eran objeto de devoción o fuerzas activas en el otro mundo. A pesar de eso, este tipo de retratos, como éste de una monja en su hábito y con una corona de flores, nos recuerda a los espectadores contemporáneos cuánta muerte rodeaba a los vivos y cuántos productos culturales, visuales y retóricos, se utilizaron para mantener las conexiones con los muertos con ánimo de entender los mundos en que vivían.

A pesar de las diferentes maneras en que la práctica católica fue transformada por las creencias y prácticas de los pueblos locales, la Iglesia misma no fue siempre tolerante. La Inquisición castigaba a la gente por practicar lo que ellos consideraban idolatría y se esforzaba en dirigir las creencias hacia sus enseñanzas ortodoxas. Pese a que sus objetivos pocas veces coincidían con los de los indígenas, su presencia era de sobra conocida. En Lima, la Casa de Santa Cruz, bajo la administración de los jesuitas, era a la vez una prisión para los acusados de la Inquisición y una escuela para los líderes nativos. Las comunidades nativas en las zonas rurales desde la Nueva España hasta el Perú eran más bien el blanco de los obispos locales, quienes enviaban investigadores de “idolatría” para eliminar de raíz las prácticas carentes de ortodoxia. El hecho de que continuara la existencia, en sitios como Huarochiri, Perú, de curanderos nativos y adivinos, cuyo uso de keros, tambores, haces medicinales e indumentaria ceremonial fue descubierto por los investigadores de la Iglesia, apunta a que ésta nunca sancionó o monopolizó por completo todos los medios de acceso al otro mundo.

No hay mejor manera de demostrar la poderosa necesidad de la gente de Hispanoamérica de acceder a otros mundos que mediante su paisaje, que hasta nuestro tiempo está cubierto de iglesias y catedrales. A través de la misa en estas iglesias, los curas implementaban unos ritos que transformaban el vino y el pan en la sangre y el cuerpo de Cristo. Los accesorios para esos servicios, desde las vestiduras de los curas hasta las velas, los manteles del altar y las custodias, creaban un escenario para invocar lo divino. Además, cuando se ofrecía misa, ya fuera en un convento de clausura, en un pueblo maya o en una magnífica catedral, las imágenes de los santos y de los ángeles, de los padres de la Iglesia y de los mecenas reales, de Jesús y de María normalmente eran el decorado que adornaba el espacio. En los retablos y en los techos, en las capillas auxiliares y en los coros, las imágenes llenaban las iglesias por toda Hispanoamérica. A través de las imágenes de la Biblia, del cielo y del infierno, las iglesias ofrecían un acceso visual, y también ritual, al otro mundo cristiano.

No eran tan sólo los edificios los que marcaban los lugares de acceso al otro mundo. En el México prehispánico, los templos y santuarios se construyeron encima de cuevas o alineados con la trayectoria celeste del planeta Venus. En los Andes los w’akas podían ser las cumbres de las montañas, los arroyos o las formaciones de rocas prominentes. Después de la conquista española, las iglesias coloniales a menudo se construían cerca o encima de estos lugares sagrados. Al mismo tiempo que estas iglesias se nutrían del ya existente entendimiento de lo sagrado, también desplazaban la comprensión indígena del otro mundo o sometían esas ideas a las católicas.


Otras personas, además de los curas ordenados por la Iglesia, tenían privilegios para acceder a los otros mundos. Así como Europa había producido visionarios, como Santa Catalina, que soñó una boda mística con Cristo, o San Francisco, que llevó las heridas de Jesús en sus manos y pies, también ocurrió lo mismo en Hispanoamérica. Ciertos visionarios locales consiguieron tener amplios séquitos y muchos fueron promocionados por la Iglesia. Los visionarios y los santos hispanoamericanos como Santa Rosa de Lima, Madre María de Jesús de Tunja, o San Martín de Porras, reforzaron la idea de que los portales del otro mundo podían ser abiertos por los vivientes. Pero al igual que las visiones mismas, los puntos de acceso a lo sagrado eran difíciles de predecir por parte de las autoridades eclesiásticas. Los santos que obraban milagros, como el caso de la Virgen de Ocotlán, la Virgen de Potosí y la Virgen de Cocharcas, se les aparecieron en lugares insólitos a visionarios insólitos. Las peregrinaciones a los santuarios de dichas vírgenes se convirtieron en una parte integral del panorama y de las prácticas rituales de lo sagrado en Hispanoamérica.

Hoy en día, los desfiles y las procesiones normalmente se hacen para celebrar eventos históricos, fiestas seculares como el Día de la Independencia y victorias deportivas. En Hispanoamérica, éstas constituían una manera de representar la porosidad entre el mundo de Dios y los Santos y la comunidad de humanos. Este extraordinario lienzo del siglo XVII nos muestra un desfile de este tipo, el de la festividad de Corpus Christi en Cuzco. En él, los líderes andinos van delante con un carruaje muy decorado que lleva la estatua de San Cristóbal a través de las calles de la ciudad. El pintor plasma la talla de madera del santo con tal naturalidad que a los participantes humanos les parece que está vivo, que forma parte de esta comunidad.


 
 


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Copyright 2005, Dana Leibsohn and Barbara Mundy
Please credit as: Leibsohn, Dana, and Barbara Mundy, Vistas: Visual Culture in Spanish America, 1520-1820.
https://www.smith.edu/vistas, 2005.