En Hispanoamérica, las obras de la cultura visual, ya sean iglesias o sotanas, pinturas o desfiles, existen gracias a una compleja interacción de la gente, los materiales y las tecnologías. Mientras que los mecenas definieron la necesidad de producir obras de arte, éstas dependían de los arquitectos, los artistas y los artesanos, una cuadrilla de trabajadores con conocimientos especializados sobre materiales y técnicas, para recibir la forma deseada. Con esta interacción, cobraron vida numerosas obras de la cultura visual, algunas extraordinarias y únicas, otras simples y convencionales.

En algunos aspectos, este “Mundo del Arte”, este sistema de relaciones sociales y económicas que forman el entramado de la creación artística, no era tan diferente del que tenemos hoy en día. En otros aspectos cruciales, las prácticas de antaño eran muy distintas. Por ejemplo, la noción moderna de la independencia artística y de la creación inspirada les hubiera parecido muy extraña a los residentes de Hispanoamérica. A lo largo del periodo colonial, los mecenas tuvieron un papel fundamental en el proceso creativo. Su gusto era una fuerza decisiva en la forma final de la obra. Sin la seguridad de clientes que pagasen, los artistas y los artesanos no tenían ningún motivo para pintar un retrato o forjar una cafetera. Las obras más laboriosas y costosas casi siempre eran comisionadas, y los mecenas ricos a menudo preferían obras que hicieran eco de los estilos y gustos europeos. Irónicamente, los artistas más celebrados pueden haberse encontrado entre los más sujetos a las insistencias de sus patrocinadores.

Ya antes del Virreinato, las sociedades precolombinas auspiciaron a artesanos muy hábiles, entre ellos albañiles, tejedores, pintores y plumistas. Tras la conquista española, la Iglesia católica pasó a ser un nuevo mecenas importante. Por ejemplo, los europeos consideraban dignas de admiración las delicadas imágenes que los artesanos prehispánicos habían creado “pintando” con plumas. Poco después de la conquista, los frailes católicos pusieron a trabajar a un grupo de especialistas adiestrados para que confeccionaran nuevos tipos de vestiduras religiosas y tapices. Sus delicados mosaicos pintados con plumas son obras de indescriptible habilidad y belleza, como muestra esta estandarte del Cristo Pantocrátor, “pintada” en el México central con plumas de pájaros tropicales.

En otros casos, el arte de los indígenas fue esencial pero menos visible. El edificio más complejo de Hispanoamérica debe su diseño básico a las tradiciones y los modelos europeos. Desde Santo Domingo hasta Santiago de Chile, las catedrales y las casas de las familias españolas y criollas pudientes, y también algunos hospitales y escuelas, dependían de arquitectos adiestrados en los estilos y las técnicas europeas. Pero los trabajadores que levantaban esas estructuras eran a menudo indígenas. A veces su trabajo era de carácter voluntario, pero otras veces era obligatorio. Para crear la residencia de Francisco de Montejo en la plaza mayor de Mérida, los artesanos mayas aprendieron nuevas técnicas, en particular para esculpir la piedra, para crear columnas alargadas, figuras esculpidas y frontales rotos.

Patrones similares, en los que artesanos indígenas aprendieron nuevas técnicas para servir a las necesidades coloniales, se repitieron en México, Perú, Paraguay y en otros lugares. La organización y el adiestramiento de estos artesanos hacían necesario que el conocimiento fuera transmitido, generalmente de manera oral, de generación en generación. Los hombres pocas veces trabajaban solos. Las mujeres les cocinaban comida, les proporcionaban vestimentas y cuidaban los campos mientras los hombres construían. Los nativos, a veces junto a los esclavos africanos, fueron, de este modo, responsables, pese a que no se les da crédito, de la construcción de la inmensa mayoría de proyectos arquitectónicos de Hispanoamérica, ya fuesen laicos o religiosos. Los indígenas, particularmente las elites y los líderes locales, fueron a su vez importantes mecenas durante el Virreinato, y encargaban manuscritos, retratos, retablos, keros e iglesias parroquiales. Muchos de esos encargos aún se pueden ver en las ciudades y pueblos de toda Hispanoamérica.

Los gremios, asociaciones profesionales de artesanos adiestrados modelados en sus homólogos europeos, dominaron la producción artística en Hispanoamérica desde finales del siglo XVI hasta el siglo XVIII. La habilidad manual era el eje del sistema de gremios. Desde Lima hasta La Paz, desde Puebla hasta La Habana, los gremios mantenían rigurosos estándares para asegurar la calidad de su trabajo. Cada gremio, entre ellos los plateros, los pintores y los escultores, tenía su propia cofradía, o sociedad religiosa, que muchas veces hacía las funciones de una sociedad de ayuda mutua. Las cofradías tenían una presencia visible en las numerosas procesiones religiosas y en las celebraciones que marcaban el año litúrgico, ya que muchos de sus miembros marchaban juntos como acto demostrador de una piedad colectiva. A pesar de que muchas de las obras que se hacían para estos actos públicos, como pueden ser estandartes, arcos y carrozas, no llegaron hasta nuestros días, otras de carácter más permanente, como pueden ser las cruces procesionales y este emblema de plata, sí que perduraron y nos permiten atisbar el esplendor que los habitantes de las ciudades deben haber contemplado en su tiempo.

Las ideas artísticas, los modelos y los estilos viajaron por caminos muy diferentes. Algunos se desarrollaron en las colonias, otros cruzaron desde Asia a las Américas. Un gran número de patrones y gustos vino de Europa. Los libros con imágenes impresas y los grabados individuales se copiaban en las escuelas de las iglesias, se vendían en los mercados y se estudiaban en los talleres de los gremios. En la Nueva España del XVI, por ejemplo, los pintores indígenas aprendieron a crear escenas al estilo europeo a partir de grabados. En el siglo XVII, arquitectos como Diego de la Sierra, quien hizo estos dibujos, esbozaban columnas dóricas y corintias como parte de su entrenamiento para los exámenes del gremio. En 1785 el gobierno virreinal ya había fundado la Academia de San Carlos en la Ciudad de México y mandaba a artistas españoles para que adiestrasen a los estudiantes, indígenas y criollos, en el arte de dibujar, pintar y esculpir siguiendo la práctica académica europea.

En las ciudades de toda Hispanoamérica, la fabricación de cultura visual, como en el caso de la economía en general, dependía de las jerarquías raciales endorsadas por la ley y de la mano de obra artificialmente barata. Los gremios tenían leyes restrictivas en sus libros que muchas veces excluían a aquellos que no fueran criollos o españoles para la obtención del grado más alto de maestría artesana. De este modo los negros, los mulatos y los nativos eran los asistentes permanentes. A pesar de estas reglas, algunos mestizos, como es el caso del pintor, escultor y arquitecto Bernardo Legarda y del pintor Miguel Cabrera, que pintó este mural para los jesuitas, consiguieron tener influencia. En Quito, un fraile dominico estableció la Cofradía del Rosario para artistas indígenas, africanos y españoles. En Cuzco, los pintores nativos formaron su propio gremio. Así pues, los gremios sentaron las reglas para la producción artística, pero no impusieron condiciones a todo lo que fue creado.

Los obrajes o fábricas, mayoritariamente dedicados a la producción textil, también se beneficiaron de la segregación social y del peonaje de deuda. Eran operados por centenares de trabajadores indígenas, mestizos y mulatos. Las mujeres, a las que normalmente se les prohibía el ingreso en los gremios a no ser que fueran familiares, podían encontrar trabajo en los obrajes. A pesar de que la ley estipulaba que se debía pagar por el trabajo efectuado, muchos de los trabajadores de los obrajes acababan tejiendo e hilando en un sistema de servidumbre, usando su labor para saldar deudas que podían tardar muchos años en pagarse. Incluso en esta pintura, que muestra la aparición de San Miguel en un taller textil, los trabajadores del obraje visten ropas mucho más humildes que las de su supervisor, en el centro de la imagen. De este modo se sugiere que en el arte Hispanoamericano se plasman las distinciones de riqueza y de modo de trabajo.

El comercio, al igual que el trabajo, también moldeó la producción de obras de arte y de objetos cotidianos. Las materias primas susceptibles de ser moldeadas, tejidas, esculpidas y pintadas eran abundantes en Hispanoamérica, pero a pesar de eso, los productos importados de Asia y Europa también tuvieron un papel importante. A veces los materiales de importación se incorporaban a las obras de arte virreinal, como en las estatuas de los santos, con sus caras y manos esculpidas de marfil de Asia. Otras veces, los artistas y los artesanos tomaban las ideas y la inspiración de las prácticas extranjeras. Por ejemplo, tanto la talavera poblana como este atril para el misal, con incrustaciones de hueso y carey, combinaban las técnicas y los estilos europeos y asiáticos. Quizá los artesanos de Hispanoamérica no viajaron mucho, pero a pesar de ello participaron en estas redes de comercio internacional que surgieron al inicio de la modernidad.

En el ámbito rural, las comunidades pequeñas recurrían a los artistas locales para que hicieran las estructuras y las labores que necesitaban. Las imágenes se hacían para ser mostradas en los desfiles y en edificios públicos. Las iglesias, como esta de Andahuaylillas, fueron erigidas y decoradas por carpinteros, albañiles y pintores locales. A pesar de no considerarse artística desde los estándares metropolitanos, estas obras provinciales sirvieron a un numeroso público y diversos propósitos. Este tipo de arte no era menos efectivo que los retablos intrincados de los grandes centros urbanos en honrar a los santos, evocar el Juicio Final o recordar la historia de la antigüedad. A pesar de que los nombres de estos pintores y de otros artesanos provinciales e indígenas se hayan olvidado, sus imágenes perduran y constituyen un testimonio del extraordinario talento creativo y del intenso deseo por las imágenes que floreció más allá de los gremios y su mundo del “buen gusto” oficializado.

Cuando los mecanismos del arte y la producción artesanal en Hispanoamérica
se consideran desde la perspectiva de hoy en día, éstos parecen familiares y extraños, trágicos y maravillosos. Parecen familiares porque muchas de las mismas industrias artísticas se pueden encontrar hoy en Latinoamérica. Los alfareros, los plateros y los tejedores continúan proporcionando bellos productos para los mercados locales e internacionales. Parecen extraños porque predominaba la destreza ante la innovación, y la dependencia de los artistas de los deseos de los mecenas. Parecen trágicos porque aún perdura el uso endémico de la mano de obra barata o forzada, y porque la tradición artística precolombina se ha perdido a gran escala. Parecen maravillosos porque a pesar de todos los fallos del sistema, han sobrevivido hasta hoy en día obras de gran inventiva y destreza.

                                    

 
 


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Copyright 2005, Dana Leibsohn and Barbara Mundy
Please credit as: Leibsohn, Dana, and Barbara Mundy, Vistas: Visual Culture in Spanish America, 1520-1820.
https://www.smith.edu/vistas, 2005.